Lo primero que les enseñan a los estudiantes de derecho es que en Colombia existen tres ramas del poder que son: Rama ejecutiva, lo representa el gobierno nacional; la rama legislativa, la representa el congreso de la república y la rama judicial, que está integrado por las cortes y tribunales. Cada una de ellas con sus funciones y competencias.
Así reza en el artículo 113 de la constitución política, que estableció que el poder público estaría integrado por tres ramas: Ejecutiva, legislativa y judicial y por los órganos autónomos e independientes, encargados de garantizar el cumplimiento de las demás funciones del Estado. Y por ello, y con la evolución de los sistemas de gobierno modernos, como el democrático que funciona en Colombia, se crearon las ramas del poder público que tienen como objetivo, que ese poder entregado por el pueblo a sus líderes, en las urnas, no se salga de control, y que nadie abuse del mismo.
El poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe absolutamente, dijo alguna vez un historiador inglés; esta es la premisa básica de la separación de poderes. Este concepto se conoce como separación de poderes y allí radica su importancia: que ninguna de ellas tenga más poder que otra y así se equilibren mutuamente. Las ramas del poder público en Colombia tienen su origen en los denominados órganos creados en 1936 y modificados en 1945 como ramas.
A partir de la promulgación de la constitución de 1991 se confirmaron las ramas actuales y los llamados órganos de control, operando juntos, pero no revueltos. Una vez hecha esta necesaria aclaración, la frustración del gobierno por no avanzar en sus reformas con su coalición, no puede llevar a negar que la rama legislativa tiene legitimidad democrática.
Nuestro legislativo tiene un mandato democrático delegado. Aunque es un principio obvio, parece que es una idea que se refunde cuando desde el gobierno se intenta defender, pasando por encima del legislativo, las reformas propuestas porque fueron elegidas en las urnas.
El señor presidente llegó al poder con una votación histórica y materializando un deseo de cambio en un buen porcentaje de los colombianos, pero los congresistas que fueron elegidos también llegaron allí respaldados por votos en un ejercicio democrático equivalente.
Luego su función es hacer contrapeso al gobierno, presentar sus propias propuestas de reforma y erigirse como interlocutores válidos e ineludibles en el trámite de cualquier proyecto de ley tiene raíces en esa elección. Y no meterle más tensión a la ya situación difícil que estamos atravesando. Es preocupante y peligroso que nuestro país esté sometido a un estado de opinión donde mediáticamente se decide si un proyecto de ley se presenta, se tramita o no, cuando eso es una función constitucional del congreso, Y no es viable en un estado de derecho que pasemos a la amenaza de la calle y la idea de que hay un pueblo que respalda el cambio, negando el hecho de que los partidos en el congreso son representación democrática de un sector de la sociedad.
Eso no es un estado de opinión, es la forma en que se delibera en una democracia. Y con el fin de asegurar las mayorías en favor de los proyectos de origen gubernamental, ahora se ha resuelto negociar sus textos y ponencias con partidos y dirigentes políticos, antes de su presentación a las cámaras o de los debates que, según la constitución, deben tener lugar en el interior de ellas. Esta práctica desnaturaliza la función del congreso y lo hace un apéndice del gobierno, en cuanto, asegurado ya el apoyo político, instruidas las bancadas y conformada de antemano la mayoría suficiente, lo que viene es el pupitrazo, sin mayor discusión ni análisis, en el curso de las reformas.
Si, por el contrario, ese apoyo partidista no se logra, el proyecto no se presenta ni se tramita, lo cual implica quitarle al congreso la oportunidad de deliberar sobre propuestas que pueden ser de interés nacional pero que se hunden prematuramente por falta del previo acuerdo político. En el sistema democrático, que acoge y desarrolla la teoría de Montesquieu sobre la separación de poderes y el necesario equilibrio armónico entre ellos, el congreso es, por antonomasia, el titular de la función legislativa, y así lo expresa la constitución colombiana.
La cláusula general de competencia en materia legislativa significa que, por definición y por principio, es el congreso el llamado a expedir las leyes, de modo que las atribuciones del presidente de la república para actuar como de asegurar las mayorías en favor de los proyectos de origen gubernamental, ahora se ha resuelto negociar sus textos y ponencias con partidos y dirigentes políticos, antes de su presentación a las cámaras o de los debates que, según la constitución, deben tener lugar en el interior de ellas.
Y se corre el riesgo de que el señor presidente se radicalice y trate de implantar una forma de gobierno popular o trate de imponer una asamblea nacional constituyente. Y se asoma el temor a que propicie un estallido social para socavar el orden institucional e imponerle al país reformas que no tienen respaldo popular, no tienen soporte técnico ni fiscal, son inconvenientes y desmontan gran parte de los logros alcanzados en el país desde años.
Las reformas las necesita el país, pero el enfoque que tienen es de regreso al pasado, no. Huelen a nostalgia, a esos tiempos sólidos a lo Zygmunt Bauman, donde las cosas permanecían y no cambiaban cuando, hoy día es, al contrario, varían, fluyen, son cambiantes, mutan porque el futuro va más rápido de lo que y las reformas deben, hacerse dentro del institucionalidad. Van en contravía de ello. Las reformas no le dan cabida al futuro y se aferran, desesperada e ideológicamente, a un mundo, el del siglo XX, que ya no existe y tampoco era mejor que el que tenemos hoy.
Pero respetando a la representación delegada. El principio de gobernanza por el que todas las personas, instituciones y entidades, públicas y privadas, incluido el propio Estado, están sometidas a leyes que se promulgan públicamente y se hacen cumplir por igual y se aplican con independencia, además de ser compatibles con las normas y los principios de la carta magna.
En conclusión, tenemos que, en un estado de derecho las leyes son discutidas y aprobadas en el congreso, con el control posterior de la corte constitucional. Que cada rama o poder mantenga sus funciones y competencias.
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